No está bien “pensar por los demás”, pues los juicios de intenciones suelen ser erróneos por aquello de que quien vilipendia al prójimo se juzga a sí mismo. Al creer que los otros son como yo, declaro inconscientemente que yo lo haría igual de mal. El resultado de un juicio peyorativo recae sobre el juez imprudente y temerario que, pretendiendo lo contrario, se hace un selfie nudista.
Otra cosa es el escándalo público, provocado con intención, ante situaciones de transfuguismo que demuestran fehacientemente que los intereses políticos son prioritarios sobre cualquier otra consideración, como pudiera ser la defensa de los derechos ciudadanos y la protección de los verdaderos intereses del pueblo que ha depositado su confianza en quienes se han ofrecido como baluartes y servidores de la cosa pública.
Es evidente que la estructura interna de cualquier formación política, con un organigrama jerarquizado, adolece de cierta penuria de democracia interna. Es lógico que así sea allá donde sucesivos escalones definen cotas de autoridad y cuotas de disciplina, asumidas en teoría por todos y cada uno de sus componentes, a pesar de que el ideario o deontología interna preconicen una igualdad que, por diseño, no puede darse.
Es por lo que se impone la disciplina de partido, con el riesgo de que el ejercicio de la autoridad escalonada se desvíe hacia el abuso de poder, en perjuicio de ambiciones individuales que vean mermada su vocación trepadora.
Así sucede con casos de fracaso personal, que ven frustradas sus perspectivas de escalada y reaccionan con actitudes virulentas para contrarrestar la animadversión, justificada o no, de sus colegas de partido; o bien la decepción particular por la propia incapacidad de éxito en su gestión fallida.
En cualquier caso, los comportamientos agresivos son consecuencia de un estado de frustración que merma las facultades intelectuales por un exceso de visceralidad que obnubila el uso de razón.
Las manifestaciones bruscas, expresiones groseras o exabruptos, pierden la mayor parte de razón que tuvieran por las formas; pues causan rechazo en el receptor de un ruido desagradable que no desea para sus oídos. Del mismo modo, una foto “vengativa” en las redes con el adversario, o declaraciones “traidoras” en favor del contrincante, con la manifiesta intención de cambiarse de bando, rechinan en la conciencia colectiva; y lo que pretende ser una supuesta lección para quienes antes le agraviaron, se convierte en motivo de repulsa y produce un efecto nocivo para sus intenciones; perjudicial para todos.
En primer lugar, afecta a las personas interesadas, que pretenden reactivar su carrera política en otra formación, a ser posible empezando desde lo más arriba posible. Lo más seguro es que lo tengan crudo porque el escalafón instituido no se lo permita, so pena de provocar una crisis interna también en su nuevo partido; para el que puede suponer un riesgo de cierto nivel la acogida en su seno de quienes han traicionado a su anterior familia. Una falta de fiabilidad que puede derivar en escarmiento. Por lo tanto, se debe ponderar la ventaja de “ponerle un rabo” a su adversario mediante el rescate de las personas marginadas; o el inconveniente de actuar como carroñero para desprestigio moral de sus filas (aunque este matiz ético no sea importante en el ámbito meramente político).
Abundo en mi filosofía expresada en la entradilla sobre la osadía que supone juzgar decisiones personales, sobre las que no se pueden conocer en profundidad motivación ni necesidades –allá cada cual con su propia conciencia–, pero me permito reprobar “las formas” y actitudes que ofenden la sensibilidad cívica, que suponen un menosprecio y falta de respeto flagrantes hacia la opinión pública. En especial, repudio el electoralismo ramplón del todo vale, en los líderes que se prestan a una foto de compadreo, o comadreo, con la que creen apuntarse un tanto, pero que en verdad retrata cómo son en realidad.
Por Carlos Castañosa